21 diciembre 2008

(Cuentacuentos) Y ahora sóplale a la luz (I)

- Y ahora sóplale a la luz -, dijo la hechicera.

Ramón dudó unos instantes. Al apagar la llama de la vela de un soplido, realizaría el último ritual preciso para completar el hechizo. Le daba algo de miedo todo aquello. A pesar de que la estancia era agradable, y de que la hechicera que preparaba la invocación era dulce y muy hermosa, algo le oprimía el pecho cuando se preguntaba si era correcto hacer aquello. Pero Ramón estaba muy decidido. Se había cansado de que Marisa le rechazara una y otra vez, y estaba convencido de que no podía vivir sin ella. Así que si él no podía enamorarla, la tendría por medio de la magia. Dicen los cuentos de hadas que no es posible conseguir que alguien se enamore de uno de esa manera, pero aquella hechicera a la que había visitado en busca de un filtro de amor, le había dicho que eso eran pamplinas, y que los filtros de amor y otras pócimas eran estafas. Si quería ganarse el corazón de Marisa, ella sabía cómo.

Finalmente, después de que la maga insistiera con otra de sus bellas sonrisas, apagó la vela. Al principio, no sucedió nada. Poco a poco, la estancia, en penumbra, pareció oscurecerse aún más. Observó que la hechicera se sentó a su lado y le tranquilizó. Estaban invocando a un genio, pero lo que se materializó parecía más bien un demonio. Era un ser horrible, con colmillos en vez de dientes, con la piel roja y garras por dedos, de ojos completamente negros. Ramón se sentía incapaz de mirarlo sin sentir escalofríos, y si cruzaba una mirada con él, se le cortaba la respiración.

El monstruo empezó a hablar en una lengua desconocida, y la hechicera le respondió en ese mismo idioma. Era un lenguaje duro, que sonaba muy raro en boca de una mujer tan hermosa y tan dulce. Tras haber intercambiado algunas frases, la hechicera le dijo:

- Ahora, hay que hacerle una petición concreta. Y hacerlo con cuidado... ¿Qué quieres de...? ¿Cómo se llama la chica?

- Marisa... Y lo que quiero es casarme con ella.

La mujer sonrió complacida, repuso que le parecía una buena petición, y se la transmitió al genio. Tras otras frases en aquella lengua áspera, le dijo:

- Ahora, alarga la mano, acércala al... genio. No podemos obrar una magia tan poderosa sin obtener un compromiso firme por tu parte. Te hará un corte pequeño en la mano y jurarás por tu propia sangre que amarás a Marisa el resto de tu vida. Si no, no seguiremos -. Ante la indecisión de Ramón, prosiguió -. ¿No es hermoso? Jurar amor eterno derramando gotas de tu propia sangre -, suspiró y sonrió -. Es un acto simbólico, pero muy bonito.

A Ramón no le pareció hermoso. De hecho, firmar pactos con sangre sólo se hacía con el diablo, o eso se decía. De todos modos, no tuvo coraje para protestar y, además, la respuesta de la hechicera habría sido que eran más pamplinas. Así que alargó la mano dócilmente. El corte le dolió muchísimo, y salió más sangre de la que esperaba, pero la hechicera insistía en que todo iba bien. Y, en esto, se llevó el mayor susto de su vida. La hechicera le suplicó que se quedara muy quieto, y, entonces, el genio salió del círculo de invocación y, sin más, posó la mano llena de garras sobre su cabeza y apretó muy fuerte. Aquello duró unos momentos interminables, en los que Ramón no pudo evitar echarse a temblar.

Al fin, el genio le soltó, volvió a su círculo y desapareció, junto a una parte de la oscuridad que, al parecer, había traído consigo. La hechicera, muy contenta, se apresuró a vendarle la mano herida y le dijo:

- Ya está. Ve a casa de Marisa y pide su mano. Te aseguro que no podrá decirte que no -. Sonriendo, le besó en la mejilla -. Enhorabuena. Vais a ser muy felices.

Ramón no entendía nada. Le pagó a la hechicera, pero quiso saber más.

- Pero, ¿qué me ha hecho ese genio? No me siento diferente.

- Pues yo sí te noto muy diferente. Te ha convertido en un hombre irresistible -, y, entre risas, lo empujó suavemente fuera de la estancia -. ¡Vete antes de que me enamore de ti!


(Continuará...)

Juan Cuquejo Mira.


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