05 julio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXIII

Como respuesta, su madre se sentó y le pidió a ella que lo hiciera. Y le dijo:

—El día que escapasteis, vino a casa un soldado. Llevaba en brazos a un muchacho bajito... el hijo del tendero...

Parecía intentar recordar el nombre, así que Christine, que ya se temía quien era, la ayudó:

—Sebastián.

—Sí. Venía prácticamente muerto. El soldado me contó que le había cortado la hemorragia del antebrazo, pero que temía por su vida. Aún vivía, pero estaba casi desangrado. Le cerré la herida, aceleré un poco su recuperación, pero no conseguí que volviera en sí. Como había leído tu carta, le pregunté que qué había pasado, que aquello era una herida de espada. Y me lo contó todo.

Tomo aire y prosiguió:

—Era uno de los cuatro soldados que llevaron a Adriana a la pira. Todo fue más o menos normal hasta que tu amiga empezó a soltar maldiciones. Dice que los ojos le brillaron con un color rojo, que sintió mucho miedo y que uno de sus compañeros cayó sujetándose una pierna. Don Guzmán se puso nervioso, ordenó que la quemasen ya y, no supo de donde, don Gabriel sacó una espada y se la puso en el cuello al soldado que iba a quemar a tu amiga. A él le pusieron un cuchillo en la garganta y salieron de la nada dos ballesteros—. Suspiró y añadió—: Supongo que todo eso ya lo sabías, ¿verdad?

Christine se limitó a asentir en silencio. No había que ser muy listo para adivinar que había participado en un rescate organizado, y su madre era inteligente. Sin apenas mirarla, porque no le había hecho una pregunta, siguió hablando.

—Don Guzmán y don Gabriel discutieron. Don Gabriel quería batirse en duelo y don Guzmán decía que no. Después de porfiar un rato, vio acercarse a don Guzmán, que miraba con odio al muchacho que le retenía, a Sebastián, que le dijo que no se acercara más, o le mataba. Don Guzmán le dijo que lo hiciera, y preparó una estocada. Sebastián dijo algo horrorizado, liberó al soldado e intentó defenderse. Le salvó la vida que interpuso el brazo del cuchillo y don Guzmán no pudo atravesarle el corazón.

Su madre se interrumpió un instante, y siguió:

—Don Gabriel gritó a los ballesteros que disparasen y él hirió en un brazo al soldado al que tenía amenazado—. Suspiró con más tristeza que antes y dijo—: tendría que haberle malherido, porque se le enfrentó—. Hizo otra pausa y añadió—: Lo peor fue que uno de los ballesteros salió huyendo. El otro disparó a don Guzmán, aunque a quien rozó fue al soldado que el muy cobarde había interpuesto. Pero ya eran cuatro contra dos.

Christine ya era consciente de que aquello había acabado bastante mal y empezó a sentirse muy desanimada. Su madre continuó en un tono tranquilo y frío:

—El soldado que me lo contó todo cargó contra el único ballestero y lucharon. El miliciano recibió una herida muy fea en el rostro, pero siguió combatiendo. Cuando su compañero se acercó a ayudarle, el miliciano continuó peleando. No querían matarlo, pero, al final lo hirieron de gravedad en un costado. Entretanto, don Gabriel seguía discutiendo con don Guzmán. El compañero del soldado fue a enfrentarse con don Gabriel y él intentó detenerle la hemorragia, pero fue incapaz. Después de mucho esfuerzo, consiguió salvar a Sebastián. Todo ese tiempo estuvo oyendo cómo discutían, hasta que don Guzmán le dijo a don Gabriel que si no se entregaba, tendría que luchar el sólo contra los cuatro. Finalmente, se entregó con mucha lentitud. Le cogieron preso y se lo llevaron.

A Christine, aquel resultado le parecía espantoso. Sebastián a punto de morir, otro compañero muerto. Seguro que el cobarde que les traicionó fue el amigo de Carlos. Lo que más le angustiaba era preguntarse cómo se lo iba a contar a Adriana. Su madre se había callado como si hubiera terminado su relato, pero, al cabo de un rato, le dijo:

—Hay más.

Christine miró a su madre y se temió lo peor.

—Don Guzmán ha condenado a muerte a don Gabriel. Supongo que eso es conforme a los fueros. Pero… don Gabriel era el único con la fuerza y los contactos suficientes como para oponerse a don Guzmán. Ahora, ha nombrado a un capitán de la milicia que le es fiel e Imessuzu está en sus manos—. Respiró profundamente y añadió—: Adriana nos ha traído una gran desgracia… El pueblo ha quedado en manos de un tirano de los peores. Yo uso mis poderes con mucha cautela, ¿cómo se le ha ocurrido a tu amiga utilizar la magia negra delante de todo el mundo? ¿Qué esperaba?

Intentando que la pena que sentía por don Gabriel, y la angustia de verse diciéndole aquello a Adriana, no se manifestaran en su voz, quiso defender a su amiga:

—No quiero ofenderos, pero Adriana usa la magia negra sin proponérselo. Es una bruja.

—¿Y tú te lo crees?

—Don Gabriel estaba convencido y...

—El amor de un padre, a menudo, es ciego. Te enseñado hechicería, Christine, ¿crees que alguien puede lanzar un hechizo sin darse cuenta? Es una excusa muy pobre.

Christine no solía discutir con su madre, y menos en aquel momento, en el que se sentía tan abatida, así que se calló. Su madre, con la vista perdida en los matorrales que las ocultaban, continuó hablando tras haber transcurrido unos instantes.

—Me gustaría marcharme de Imessuzu e instalarme en Nêmehe, junto a nuestra gente. Pero soy la única curandera que queda en el pueblo. Me siento obligada a no abandonar a mis pacientes. Pero… No te he contado lo último que me dijo el soldado. Se suponía que no iba a salir de allí, sin embargo... Te he dicho que ahora don Guzmán puede hacer lo que le plazca. Tras condenar a muerte a don Gabriel, le dijo que la muerte no le iba a librar de ver a su hija ardiendo en una pira. Le va a tener encarcelado hasta que la capture, y le hará mirar como queman a Adriana antes de ejecutarle. No entiendo cómo se puede ser tan desalmado y tan canalla.

A don Guzmán siempre le había tenido por un hombre demasiado autoritario y severo, pero no se imaginaba que fuese tan sumamente cruel. No supo qué decir y fue su madre quien continuó hablando.

—Ojalá don Gabriel hubiese luchado más. Tendría que haber malherido al soldado y lanzarse contra el canalla de don Guzmán. Le creía más valeroso.

En un tono inseguro, porque no le gustaba contradecir a su madre, Christine repuso:

—En realidad, sin ánimo de ofenderos, creo que don Gabriel actuó de la forma más sensata. Si hubiera luchado, lo más probable es que le hubieran dejado incapacitado o muerto en un suspiro. Don Guzmán es tan buen espadachín como lo es don Gabriel, y, además, el alcalde tenía a varios soldados en su bando. En tal caso, tras haberle vencido, don Guzmán habría enviado a un par de soldados detrás de nosotras. Si se limitaba a discutir y luego a entregarse, nos daba más tiempo y obligaba a que los soldados le tuvieran que llevar preso.

Su madre la miró pensativa y dijo:

—Y don Guzmán nunca se ensucia las manos. No se habría rebajado a perseguiros. Comprendo.

Tras aquello, permanecieron en silencio un rato. Christine no sabía qué hacer. Había esperado que don Gabriel, tan astuto y tan metódico, tuviera algo previsto para las circunstancias actuales. Saber que Adriana y ella estaban completamente solas se sumaba a la lista de sucesos aciagos que acababa de conocer. Intentando mostrar tranquilidad y entereza, Christine preguntó:

—¿Y qué hacemos Adriana y yo ahora?

—Por lo pronto, alejaos de Imessuzu todo lo que podáis, y ni se os ocurra dejaros ver por allí a ninguna de las dos. Don Guzmán vino a interrogarme. Sospecha que tú también participaste en el rescate y lo más probable es que te encarcele y te torture si te echa la mano encima. Yo, en vuestro caso, iría a Nêmehe y hablaría con la colonia dowertsch de la ciudad, que seguro que os ayudarían.

A la soledad que sentía, se le unió la angustia de saber que no iba a regresar a su casa en mucho tiempo. Había salido con lo puesto… Se dejaba todo lo que tenía allí, cosas de mucho valor sentimental para ella. Y, sobre todo, le había causado problemas y dolor a su madre, que no se merecía nada de aquello. Sin poder contener la pena, repuso con tristeza:

—Siento tanto haberos causado tantos problemas... No era mi intención, pero... me daba tanta pena Adriana, era todo tan injusto...

—No, Christine, has hecho lo correcto. Te advertí cientos de veces de que no te interesaba una amiga como Adriana, te dije más de una vez que esa chica era una fuente de problemas, que no era de fiar... Pero yo tampoco escuchaba a tu abuela. No apruebo la amistad que le tienes a esa chica, pero me siento muy orgullosa de tu lealtad y de tu sentido de la justicia. Y seguro que tu padre habría dicho lo mismo. Además, no te preocupes por mí. Estaba dormida cuando el soldado llamó desesperado a mi puerta, y no he tenido nada que ver con los que han sacado del pueblo a escondidas a Sebastián. Y don Guzmán no dejará Imessuzu sin su única curandera; necesita un pueblo sano al que explotar.

Christine se quedó en silencio porque ya no se le ocurría qué otra cosa decir. Intentaba encajar cómo, de repente, se veía obligada a despedirse de la vida que había llevado hasta entonces. No tenía valor para mirarla a la cara, y permanecieron así un buen rato. Un intervalo de tiempo al que dio fin su madre. Christine había notado el rumor que hacen las monedas cuando alguien las echa en alguna parte. Vio que su madre tenía varias en la mano, que le dio diciéndole:

—Toma. Es todo lo que llevo encima salvo un real.

Eran muchas monedas, pero maravedís en su mayor parte. Habría cuatro o cinco reales en total. Con la vista clavada en el dinero, oyó que su madre le decía:

—Ve a Nêmehe. Habla con nuestros compatriotas. Si me escribes, haz que un caballero dowertsch me la haga llegar como si fuera cosa suya, y hazlo en nuestra lengua, haciéndote llamar Hans y evitando dar el nombre del sitio donde vivas. No quiero que don Guzmán se entere de que me escribes.

Cuando su madre se levantó, sintió como si el corazón se le partiera. Se guardó las monedas en una faltriquera y se puso también en pie. Al mirarse, Christine, por primera vez desde hacía mucho tiempo, vio dolor en los ojos de su madre que, sin embargo, contuvo sus emociones y le dijo:

—No debo quedarme más. Podrían sospechar si tardo más de la cuenta. Cuídate.

A Christine le costó mucho esfuerzo contenerse ella también. No se sentía capaz de hablar, porque si abría la boca temía echarse a llorar. Tras resistirse unos instantes, no aguantó más y le dio un abrazo a su madre, en completo silencio, un gesto que imitó. Estuvieron así un rato, hasta que Christine consideró que podía controlar la tristeza que sentía, la soltó y se despidió de ella, prometiéndole escribir cuando pudiera.

Y sin más, su madre, sin volver la vista atrás, recogió sus cosas y se marchó. Christine la vio partir hasta que los árboles la ocultaron de su vista. Sólo entonces se sentó muy abatida y se quedó escondida, tratando de que se le pasara el nudo en la garganta que sentía, y la opresión en el pecho que le dificultaba respirar. Desde que dejó de ser una niña, no recordaba haber sentido tantas ganas de llorar como en aquel instante, pero se portó con entereza y no derramó ni una lágrima.

1 comentario:

Juan dijo...

Quiero recordar dos cosas. La primera es que, históricamente, las curanderas eran la única atención médica que podía permitirse el pueblo. Y la segunda es la gran importancia que tiene el honor y la responsabilidad en lo que representa al oficio para el pueblo dowertsch en general y para la familia de Christine en particular. La madre de Christine sólo huiría si se viera en peligro de muerte, ya que se debe a sus pacientes y sabe que ninguno de ellos se puede pagar un médico. A Christine la han educado según esa mentalidad, lo que explica por qué actúa de la forma en que lo hace. Por ello, por ejemplo, ni se le pasa por la cabeza pedirle a su madre que abandone Imessuzu, ya que le estaría pidiendo que traicionara la confianza de sus pacientes. Esta forma de pensar será importante en lo que sigue.

Por cierto, pobre Adriana. Nadie se cree que no puede controlar sus poderes.

No lo expresan, pero la despedida entre Christine y su madre es durísima para las dos. Sin embargo, a las dos las han educado para reprimir sus emociones, y las dos piensan que llorar es algo estúpido e inútil.

Un saludo.

Juan.