24 abril 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XVI

Entre continuos traqueteos, alguna amenaza de vuelco, y un parón debido a que a una de las galeras se le salió una rueda, llegaron sin más percances a las murallas de Nescimme, que eran impresionantes. Pablo, lector ávido y aficionado a la investigación, conocía la estrategia defensiva de Nêmehe para las provincias occidentales. Si las tropas de Dêfob eran capaces de tomar la fortaleza de Tuvuhsepfi, cosa harto compleja debido a la cantidad y calidad de tropas destacadas allí, las órdenes eran retirarse hacia Itvicape, destruyendo en lo posible campos y graneros de las aldeas entre ambas ciudades. Se volvería a presentar batalla en Itvicape, y en caso de derrota, el repliegue sería hasta el río Häfemnope. En el caso muy improbable que un ejército de Dêfob consiguiera cruzar el río a pesar de la línea de fortificaciones que lo vigilaba, las tropas de Nêmehe defenderían hasta el fin Nescimme. Por un momento, mientras bajaba de la galera, se puso en la piel de un soldado de Dêfob y se angustió pensando en intentar asaltar unas murallas tan altas y llenas de torres.

Habían llegado bastante tarde. Estaba terminando de atardecer y ya era difícil ver sin ayuda de lámparas o antorchas. Sabía que los soldados harían noche allí mismo, y establecerían turnos de guardia para proteger la caravana. Pablo sabía, además, que si era necesario, Nescimme pagaría a los milicianos que quisieran realizar algún turno de guardia, si bien, era decisión del oficial al mando de la escolta de la caravana comunicarlo a los regidores de Nescimme, ciudad que tendría que pagarle como responsable de la seguridad de los viajeros que atravesaran el territorio que regía. Dado que los siete reales y medio largos que iba a costarle el trayecto le dejarían la faltriquera algo maltrecha, no vio mal embolsarse unos maravedís.

Se presentó ante el oficial al mando, se identificó como miliciano de Itvicape y se ofreció a participar en algún turno de guardia. Por desgracia, aquella era una zona segura, y había soldados suficientes para aquella tarea, con lo que Pablo regresó a su galera para ver qué iban a hacer los demás viajeros. Normalmente, en casos como aquel en que se conseguía llegar a la ciudad a una hora razonable, los pasajeros con más recursos se internaban en la ciudad y se alojaban en una posada, y los que no los tenían, se acomodaban en la explanada, vigilados por los soldados.

Por lo que pudo ver mientras llegaba a su galera, la mayoría de la gente optaba por dormir al raso. Buscó a Mercedes, le preguntó que si iba a buscarse una posada en la ciudad. Ella repuso:

—¿Vais a buscar una?

—No.

Sonrió y añadió:

—Yo tampoco. Entonces, ¿os importa que cene con vos?

Pablo no tenía ningún inconveniente, al revés. Así que se buscaron un sitio con algo de luz, no muy apartado del resto de viajeros, y se dispusieron a cenar. Mercedes sacó una lámpara de aceite, de rica factura, que sorprendió a Pablo. Según ella le dijo, era un regalo, pero no añadió más. Tras ello, cenaron, manteniendo una conversación tan agradable como las demás, y estuvieron un rato reposando y sin parar de conversar y bromear.

Y entonces, ocurrió algo muy habitual. La mayoría de los viajeros se concentró en un punto. En una de las galeras viajaba una familia o un grupo de conocidos de ocho o nueve personas y varios de ellos se habían traído instrumentos. Pablo vio una guitarra, un laúd, algún violín y un par de tambores. Mercedes miró hacia la congregación muy ilusionada y, prácticamente, arrastró a Pablo hacia el grupo, que tuvo que olvidarse de proteger sus posesiones.

Cuando llegaron, estaba a la mitad una folía que bailaban sólo dos parejas del mismo grupo al que pertenecían los músicos. Mercedes los miraba con tal interés que Pablo vio una buena oportunidad de intimar más con ella al ofrecerle que bailasen. Ella aceptó con tanto entusiasmo que se alegró mucho de haber acertado. Nada más acabar la canción, su nueva amiga le tendió una mano y él, galante, la sacó a bailar. Al poco tiempo, empezó a plantearse si era buena idea. Él había aprendido un poco de baile, si bien, estaba más puesto en danza, ya que si había aprendido danza era para no desentonar en ambientes cortesanos o de personas de clase alta, que eran el tipo de gente a la que se podían sacar mecenazgos. Pero lo que tocaban los músicos era música popular, de bailes de cascabel. Y Mercedes bailaba al estilo de las calles, no de la corte. El ritmo era muy rápido, desenfrenado, y aunque se sabía las figuras que se hacían con los pies, su compañera de baile siempre le dejaba atrás.

Cuando varios de los músicos se pusieron a bailar, sonaron tres zarabandas seguidas, con tal velocidad que a Pablo se trababan de vez en cuando los pies. Entre risas, Mercedes le gritó:

—¡Vamos! ¡Más rápido! ¡Que no estamos en la corte!

El efecto de aquellos bailes fue que Pablo encontraba a Mercedes cada vez más atractiva. La versión popular, aunque parecida en los pasos y ritmos, eran mucho más sensual que la que acostumbraba ejecutar con el amigo de su padre que le había enseñado la danza cortesana. Las chicas se acercaban mucho más que en la versión refinada del baile. Al final de la última zarabanda, Pablo, aparte de empapado en sudor, apenas tenía aliento. Iba a pedirle a Mercedes un descanso cuando los músicos, tras los ruegos de algunos bailarines, dijeron que iban a tocar un canario. Ese baile se le daba bien y cuando Mercedes le dijo que se lo sabía, se alegró porque, por una vez, iba a estar a su altura. No dejó de sonreír cuando le hizo la reverencia, que ella le devolvió con mucha gracia. Por fin, fue capaz Pablo de no quedarse atrás, aunque al precio de acabar exhausto. Tuvo que decirle a Mercedes que ya no podía más y ella, no supo si por cortesía o porque era verdad, le dijo que también estaba cansada, así que se fue con él de vuelta al sitio donde se habían dejado sus cosas y la lámpara.

Debido a que todo el mundo parecía estar sentado junto a los músicos o bailando, Mercedes y él estaban completamente solos. Como se desplazaron un poco para recostarse junto al tronco de un árbol, además, quedaron fuera de la vista del resto de los viajeros. Fueron recuperando el aliento lentamente, y Pablo empezó a mirarla, a la luz de la lámpara, con más intensidad que antes. Entre otras cosas, porque se había aflojado ligeramente el corpiño a causa de lo acalorada que se sentía por haber bailado a aquel ritmo demencial. Mercedes, según creyó, pareció darse cuenta, pero se limitaba a sostenerle la mirada un rato y, luego, a bajar la vista y hablar de cosas banales.

Y Pablo pensó que no tendría un momento mejor. Se armó de valor y aprovechando uno de esos momentos en que se miraban, le puso una mano en la mejilla y la besó en los labios. Mercedes no se resistió, incluso, le permitió un segundo beso más intenso que el primero. Y cuando más estaba disfrutando de sus labios, la muchacha se tensó, empezó a decir que no y le apartó de ella con suavidad. Como Pablo la miraba, algo desconcertado, la oyó decir:

—Me agradáis... Sois muy divertido, y muy apuesto. Pero no puedo... no podemos hacer esto.

Pablo ya sabía a lo que se arriesgaba al besarla, pero alguna leve ilusión se había hecho de que no llegaría a oírle a Mercedes aquellas palabras. Siempre le pasaba lo mismo. Siempre la misma actitud, las mismas excusas. Y le daba mucha pena, porque se lo había pasado muy bien con ella y estaba empezando a sentirse interesado en conocerla mejor. De todos modos, así era ese juego, había que tomárselo de la mejor manera posible. De forma que, con la mayor cortesía que pudo, le dijo:

—No os preocupéis. Lo entiendo.

Y callaron durante unos momentos. A lo lejos, se oía el jolgorio del resto del pasaje. Pablo se sentía un tanto frustrado, pero se limitaba a callar y a aflojarse un poco la ropa, para que se le quitara del todo el acaloramiento. Y en esto, Mercedes empezó a decirle:

—No he sido muy sincera con vos. O sería mejor decir que no os lo he contado todo —. Suspiró y continuó —. Mi familia es numerosa y pobre. Mis padres han sufrido mucho para poder sacarnos adelante a todos. Por eso, cuando conocí al maestre de campo que mandaba el tercio que protege Tuvuhsepfi y éste se interesó por mí, acabé accediendo, ante las súplicas de mis padres, a prometerme en matrimonio a él. Desde que somos prometidos, mi familia ha dejado de pasar hambre, y si se enterara de que he estado con otros, cancelaría el compromiso y mis hermanos no tendrían que comer. Viajo a Nêmehe para preparar mi boda.

La actitud de Pablo ante lo que le estaba diciendo fue la acostumbrada: resignación. Siempre había algo; todas las chicas con las que intentaba intimar le salían con algún problema. Pero no le parecía decente enfadarse, y menos con Mercedes, que no le había dado esperanzas más allá de mostrarse abierta y simpática y de haber querido bailar con él. Pablo no dijo nada, fue su acompañante quien dijo con tristeza:

—Echaré de menos conocer a chicos de mi edad. Sobre todo, echaré de menos bailar. Mi futuro esposo tiene casi treinta años más que yo y cojea desde que le hirieron gravemente en la pierna. Y echaré mucho de menos a mi pueblo y a mi familia.

A modo de protesta, Pablo replicó:

—Por lo que veo, no amáis demasiado a vuestro prometido.

—Aprenderé a hacerlo.

Aquella frase le pareció a Pablo tan estúpida, que tuvo que contener las ganas de soltárselo a Mercedes y marcharse de allí. Pero habría sido una pena acabar de esa manera con una chica que tan guapa y tan simpática le parecía, así que tomó la decisión de conservar su amistad durante los tres días de viaje que le aguardaban con ella. Al menos, tendría con quien conversar y con quien comer. Así que, poco a poco, volvió a hablar con ella de cosas banales y, al cabo de un buen rato, incluso, llegó a tener el humor suficiente para bromear de nuevo. Pablo quedó en que al día siguiente, con más luz, le enseñaría cómo funcionaba la ballesta de repetición que él mismo había inventado.

Estaban lo bastante descansados como para intentar volver a reunirse con el resto de los viajeros. Sin embargo, habían advertido que el jaleo había disminuido mucho y, cuando echaron un vistazo, vieron que apenas quedaba gente tocando, bailando, o contemplando el espectáculo. De todos modos, harían mejor en descansar para soportar mejor el viaje del día siguiente. Mercedes y Pablo se dieron las buenas noches, y ella se fue a dormir junto al resto de la mujeres, y él junto a unos cuantos viajeros.

Pablo antes de dormirse, se sintió afligido por saber que, una vez más, no iba a conseguir nada con una chica. Se planteó, incluso, que habría sido mejor no haber probado sus labios, porque así no la echaría de menos ni estaría, como en aquel instante, pensando en lo que podría haber llegado a pasar entre los dos. Por suerte, el sueño le venció pronto.

21 abril 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XV

Pablo no estaba seguro de qué le gustaba menos, si haberse tenido que levantar antes que el sol, o tener que recorrer las calles de Itvicape perseguido por sus padres. A esto último no tendría nada que objetar si no fuese porque no paraban de darle consejos para protegerle de peligros de los que él ya se sabía cuidar. Además, no estaba del todo seguro si no iban con él, más que nada, para ver si podían robar el fardo que algún viajero de la caravana, que Pablo iba a tomar para viajar a Nêmehe, dejase por distracción sin la vigilancia debida.

Sus sospechas se confirmaron cuando, al encontrarse muy cerca de la puerta de las murallas que daba al descampado donde solían reunirse las galeras y carros de la caravana, su madre se encorvó y empezó a cojear, con tanta perfección que pasaba por lisiada. Como si no la conociera; iba a pedirle unas monedas a todos los viajeros que, al ir de paso, no sabrían que las calles de Itvicape eran milagrosas: su madre sanaba de sus males dentro de sus muros.

Llegaron a la explanada, que estaba llena de viajeros y soldados de escolta, y que ocupaban tres galeras de buen tamaño y varios carros más pequeños. Su madre se alejó cojeando, y se puso a pedir unas monedas en tono lastimero a todo viajero que se encontraba. Su padre y él estuvieron un rato mirándola, y comprobaron que la cosa no le iba del todo mal. Cuando se perdió tras una de las galeras, su padre le puso las manos en los hombros y le dijo:

—Pablo, ten mucho cuidado por los caminos. Si son ratas las que te atacan, no derroches valor y corre o súbete a un árbol. Si, por el contrario, son forajidos, recuerda que no serán descuideros como nosotros y dales todo lo que tengas sin rechistar—. Suspiró y prosiguió—. Si robas, hazlo con mucho disimulo y sólo en sitios donde haya gente de paso. Y no robes demasiado, que la codicia ha sido la perdición de muy buenos ladrones.

Pablo prefirió no responder nada. En realidad, no estaba dispuesto a vaciar faltriqueras salvo que se viera pasando hambre, o que su víctima fuese tan descuidada que no pudiera contener las ganas aligerarle la carga de monedas que llevara encima. Para él, la vida de ladrón no era vida y sólo lo veía como un complemento al dinero que ganara honradamente y, quizá, como un desafío. Era más el hecho de creer que estudiando y preparándose podría ganar mucho más dinero, y de forma más fácil, que asaltando a la gente, que la idea de que robar fuera indigno o le volviera poco honorable. Su padre era un hombre valiente y con honor, aunque buena parte de sus rentas las obtenía gracias a ciertas actividades no muy legales. Recordó que, una vez, le condenaron a cien azotes en público y caminó hacia la tarima con la cabeza bien alta. Cuando llegó no tuvieron que empujarle, ni subió despacio o a gatas, como hacían muchos otros, sino que ascendió erguido y por su propio pie. Incluso, vio un escalón roto y consciente de que otro condenado podría meter ahí el pie y hacerse daño, se volvió hacia los corchetes y les dijo que tenían que arreglar el escalón para evitar heridas y quebrantos. Le había contado su padre que los corchetes habían alabado su prudencia y su servicio a la comunidad y le habían asegurado en tono reverente que aquel escalón estaría arreglado a la mayor brevedad, cosa que Pablo no sabía si creerse, salvo que cambiara aquella última frase por: “que aquel escalón estaría arreglado antes que volviéramos a azotar a vuestra merced”. Pero eso no quitaba el hecho de que a su padre no le faltaban arrestos.

En todo caso, no necesitó responder nada. Su padre le abrazó y le pidió que se cuidara y que les escribiera cuando llegase a la Universidad. Pablo así se lo aseguró y esperaron un rato a que regresara su madre. Ésta vino cojeando visiblemente, si bien su padre y él ya se habían acercado al conductor de galera más cercano y le preguntaban si en su vehículo habría un sitio libre. Repuso que no, pero que se encaminaran a una que les señaló. De modo que los tres se dirigieron a la galera que tenía peor aspecto de todas, y estuvieron hablando un rato con el conductor. La tarifa era la oficial en el reino, 12 maravedís por legua. Separaban Itvicape y Nêmehe 22 leguas, o sea, que el viaje le iba a salir por algo más de 7 reales y medio. Los tres comenzaron un regateo bastante duro con el conductor. Su madre llegó a abrazarse a él, llorando, y diciéndole:

—¡Ay buen señor! ¡Apiádese de esta pobre lisiada que necesita hasta el último maravedí para que el médico le calme los dolores! ¡Ay, señor, sea misericordioso!

Pero, ni por esas se conmovió el cochero. Lo único que consiguieron sus padres fue avergonzarle, porque tampoco hacía falta tanto teatro con tal de ahorrarse unos pocos maravedís. Finalmente, accedió a cobrar el viaje en dos partes, y aceptó un real de a cuatro por las 12 leguas que separaban Itvicape y Gaiphosume. Los seis maravedís que salía perdiendo, ya los recibiría en Nêmehe, en todo o en parte en función de cómo fuera la travesía. Al menos, de todo aquel intento frustrado, Pablo obtuvo información acerca de cómo iba a ser el viaje. Iba a ser un trayecto de cuatro días, con tres paradas para dormir. La primera en Nescimme, que era la ciudad más populosa del reino, exceptuando la capital, y el segundo puerto más importante del país. La segunda en Gaiphosume, una ciudad grande y bien fortificada, famosa por su castillo y las minas de Imduvu. La tercera en Vussinumoput, después de una jornada bastante dura visitando la mayoría de los pueblos de la ladera de las montañas, tales como Imessuzu e Imquopossu, bajando de nuevo a Cipenmêfile y, en general haciendo eses. Al fin, a última hora de la tarde del cuarto día, con suerte, llegarían a Nêmehe.

Eran habituales los retrasos en las salidas, pero por fortuna, la caravana había tenido un recorrido apacible desde Tuvuhsepfi, la población, o más bien fortaleza, que defendía la frontera de Nêmehe con la República de Dêfob y en apenas un cuarto de hora, ya empezaban a subirse los viajeros en las galeras. Pablo reparó en los preparativos de la escolta de la caravana, que le tranquilizaron bastante. Uno de los carros era un transporte de tropas, y había diez caballeros, dos por cada una de las galeras y carros de mercancías. Incluso contaban con dos exploradores a caballo, supuestamente, uno para examinar el camino por delante de la caravana, y el otro para asegurar que nadie les perseguía. Considerando que él no sería el único miliciano que hacía el viaje hacia la capital y que, llegado el caso, incluso las mujeres podrían colaborar disparando, serían capaces de enfrentarse a cualquier peligro.

Finalmente, Pablo se despidió una vez más de sus padres, a los que apreciaba con sinceridad aunque fueran un poco canallas, y subió a la galera destartalada. Había ocho personas allí dentro, tres de ellas mujeres, y aún cabrían tres o cuatro más al precio de ir un tanto apretados contra la carga. Tras los saludos de rigor se dedicó disimuladamente a evaluar a las mujeres. Una de ellas era una señorona un tanto regordeta, pero las otras dos eran jóvenes y atractivas. La que tenía casi en frente tenía el pelo muy negro y la piel aceitunada. La otra lucía una melena castaña hasta la cintura, y aunque un poco delgada, no estaba muy mal. Sin embargo, era más atractiva la morena, así que se decidió por ella. En los largos viajes en galera, era habitual hacer amigos y, con suerte, a lo mejor de noche, entre las sombras, la amistad llevaba a otras cosas. Por lo menos, iba a intentarlo.

Al fin, se empezó a oír como las otras carretas y galeras empezaban a moverse, y la que ocupaba Pablo empezó a moverse temblando. Las galeras eran descansadas y más rápidas que ir a pie, pero bastante incómodas. Se notaba perfectamente que no tenían ningún tipo de ballesta que amortiguara los baches, lo que le permitió saber el momento exacto en que abandonaron la explanada lisa en torno a Itvicape y pasaron al camino de la costa, que no estaba todo lo cuidado que debería. Comenzó a hablar de eso, de que todos los carruajes de viajeros, aunque fuesen galeras, deberían llevar unas buenas ballestas, y a bromear mucho. Desde el principio, pareció captar el interés de la muchacha morena, que le preguntó qué quería decir con ballestas y recibió, atenta y sonriente, una lección acerca de cómo se construían esos ingenios y de qué manera amortiguaban los baches del camino. Debía de ser el único viajero con estudios de la galera, y procuró lucirse un poco. Aunque su objetivo era la chica morena, y todo parecía irle bien, no quitaba ojo a la otra, ya que, por experiencia, sabía que no era bueno centrarse en una sola chica si se quería tener éxito en las conquistas. La notaba aburrida y distraída.

Sin embargo, le resultaba difícil mantener el tono alegre y desenfadado, sobre todo, cuando rodearon la pequeña localidad de Quapve Quopommut. Las tres primeras leguas del camino, hasta que llegaran a las poblaciones unidas de Evemeze y Otfeci donde se detendrían un par de horas para comer y estirar las piernas, era la parte más peligrosa del camino, debido a que apenas se contaban siete aldeas diminutas entre Itvicape y Evemeze. Era una zona muy despoblada, y es en las zonas despobladas donde las ratas gigantes medran, y donde moran seres aún más terribles. Aún protegidos por un destacamento del ejército real, si tenían la mala fortuna de toparse con lobos gigantes, el resultado del combate sería bastante incierto. Al final, incluso el propio Pablo se calló, y oía con aprensión el galopar intermitente de los exploradores, temiendo oír gritar órdenes que prometieran un combate.

Por fortuna, nada les molestó durante las seis horas que les llevó tener a la vista la muralla conjunta de Evemeze y Otfeci. Lo que sí notó Pablo es que estaba molido de haber sufrido todos y cada uno de los baches del camino. Pagar casi ocho reales por aquella tortura era algo que le daba coraje. Para él, notar que la caravana se detenía y que el conductor les daba permiso para salir y comer algo, siempre y cuando no se alejaran mucho de la caravana, fue un momento lleno de felicidad. Habida cuenta de que vivía entre ladrones, bajó de la galera portando el fardo que llevaba, sin importarle lo que pesaba. Le dedicó un guiño antes de salir a la muchacha morena, que le devolvió una sonrisa encantadora.

No parecía irle mal la cosa con la morena, pero era consciente de que tampoco sería bueno lanzarse a las primeras de cambio por una mera sonrisa cómplice, de ahí que decidió tantear a la chica del pelo castaño, para ver si su apatía se debía a los nervios del camino o a otra cosa. Disimulando, caminó hacia el río cercano y hacia el puente que deberían cruzar dentro de poco para llegar hasta Nescimme. Se refrescó un poco, como hacían algunos de los viajeros, y al regresar a la explanada donde habían parado, buscó con la vista a la muchacha del pelo castaño. La encontró tanto a ella, como a la chica morena, que estaba sentada y se preparaba algo de comer. Se dirigió decidido y sonriente hacia la chica del pelo largo, intentando que su otro objetivo no hiciera algo como mirarle a la cara y obligarle a sentarse con ella. Cuando estuvo a su altura, la chica le miró y él, en tono jovial, le dijo:

—Buenos días tenga vuestra merced. Me gusta el sitio que ha elegido para comer, y será entretenido tener a alguien con quien charlar mientras se come, ¿no cree?

La reacción de la muchacha de pelo castaño, le sorprendió. Con rapidez, recogió sus cosas, se puso de pie y le dijo, con muy malos modos:

—¡Soy una mujer casada! ¡Casada! Si se me vuelve a acercar, ¡le parto la cara!

Y se alejó de allí a toda prisa, dejando a Pablo un tanto confuso. No era la primera vez que una chica le trataba así. Se decía a sí mismo que eran gajes del oficio, pero no podía evitar la sensación, durante un rato, de sentirse humillado, de considerar que no tenía sentido que se portasen de esa manera. Se volvió, y emprendió camino de regreso a su galera, sin ganas de acercarse en aquellos instantes a ninguna mujer. Pero la chica morena se había levantado, caminó un par de pasos hacia él y llamó su atención diciéndole, desde lejos:

—Parece que esa mujer no tiene ganas de hablar con vuestra merced. A mí no me importa comer acompañada, así que si lo desea...

Pablo se lo estuvo pensando un poco, pero al final, decidió que le daba igual comer solo que acompañado, así que aceptó la invitación de la muchacha. Dejó el fardo, un tanto pesado, junto a él y empezó a sacar lo que llevaba para comer. La chica le miraba con curiosidad, y le dijo:

—Va muy cargado vuestra merced.

En un tono que, conociéndose a sí mismo, era un tanto irónico, dijo:

—No es aconsejable fiarse de la honradez de la gente.

La chica arrugó el entrecejo y repuso:

—¿Teme que haya ladrones en la caravana?

Se tuvo que aguantar las ganas de responder: "Sí. Por ejemplo, yo"; le divertía mucho aquella pregunta y aquella conversación, así que el humor le mejoró. Se limitó a reírse y a contestar:

—Bueno... No necesariamente en la caravana. Pueden venir descuideros de Evezeme o de Otfeci, que para el caso...

Callaron unos instantes, que Pedro pasó revolviendo su fardo, ante la mirada atenta de su compañera de viaje. De pronto, ésta dijo:

—Si vuestra merced me permite la indiscreción, la otra chica se ha mostrado tan desagradable porque se le veían las intenciones a la legua. Debería ser más disimulado.

Si su intuición no le fallaba, aquel cambio repentino de conversación era muy buena señal, de manera que decidió jugar un poco:

—¿Tanto se me nota?

La chica se rió y le dijo:

—Sí.

—¿Y se me sigue notando?

La forma en que la miró al responder, la manera de sonreír de su interlocutora, todo ello parecía indicar interés en seguirle el juego. Ésta repuso:

—Un poco, no se ofenda vuestra merced.

—¿Eso significa que de un momento a otro empezará vuestra merced a gritarme?

La chica se rió de buena gana y contestó:

—¡No, no! No soy tan antipática. Además, me gusta oírle hablar, me entretiene mucho.

—Lamento oír eso. Soy estudiante y miliciano; no soy un mono de feria.

Su interlocutora la miró seria un instante, pero como Pablo sonrió, ella comprendió en seguida de qué iba el juego:

—No le tengo como tal, aunque, realmente, está muy capacitado para ese tipo de profesión, salvo que los monos de feria son un poco más feos... En todo caso, sepa vuestra merced que no me importa que se os note nada, porque sé cuidarme bien de los hombres que llevan intenciones deshonestas, y nada se obtiene de mí que no desee dar.

—Pues ándese con cuidado, que yo no soy un hombre cualquiera. He seducido a muchas damas y, cuando me empeño, acaban dándome lo que yo deseo.

Cuando reparó en el brillo de sus ojos, en su sonrisa y su expresión, Pablo fue consciente de que le había salido muy bien. Volvió a reírse, con una risa que empezaba a gustarle, y continuó con aquel juego que le estaba resultando cada vez más divertido:

—¿A muchas damas? Discúlpeme vuestra merced, pero no sé si creérmelo. Sí le acepto que lo haya intentado con muchas, porque no aparenta ser vergonzoso, pero de ahí a que caigan rendidas a sus pies...

—¿Me está retando? ¿Me está pidiendo que se lo demuestre?

—¡Ay, no! No le retaría a algo que sé que no iba a conseguir. Sepa vuestra merced que yo tampoco soy una mujer cualquiera.

—¡Cuántas veces habré oído eso!

Se rió de nuevo. Y le contagió la risa. Era muy buena señal que se riera tanto, que le provocara tanto… Decidió cortar el juego por un rato, para poder conocerla un poco mejor, de forma que concluyó:

—Le demostraré de lo que soy capaz... pero con el estómago lleno.

Y pasaron a prepararse el almuerzo. Estuvieron hablando todo el rato y a pesar de lo agradable de la conversación, Pablo notaba que su compañera de viaje no era todo lo abierta que parecía. Le contó que había crecido en Tuvuhsepfi, en el seno de una familia humilde, y que se llamaba Mercedes. Pero callaba acerca del motivo de su viaje; sólo supo que su destino era Nêmehe.

El tiempo del que disponían para comer y descansar se le pasó muy rápido en compañía de Mercedes, que le demostró ser una chica simpática e inteligente, además de atractiva. Ella se cambió de sitio y se acomodó junto a Pablo en la galera. La chica del pelo castaño le miró al entrar, pero a él ya le daba exactamente igual lo que hiciera o dejara de hacer aquella estúpida.

Al fin, la caravana se puso nuevamente en marcha. Atravesaron el gran puente de piedra sobre el río Häfemnope y Pablo, que había consultado mapas antes de partir, supo que tardarían poco en llegar a la ciudad de Tenquifsu fi Emdêpvese y que tras pasarse la caravana por diferentes pueblos, llegarían finalmente a Cäsvu Cepât y, finalmente, a Nescimme, donde podrían olvidarse de la galera por unas horas y dormir.

15 abril 2011

Leído: Dos Coronas, de Susana Eevee

Antes de seguir con mi historia con entregas, toca algo que llevaba retraso. Hará cosa de un mes terminé Dos Coronas, la primera novela escrita por Susana Eevee, y tenía pendiente hablar un poco de esta novela. Corregiré esto hoy mismo.

Dos Coronas es un libro de fantasía épica ambientado en un mundo donde existen dos reinos, Erigia y Aldaria, que llevan en una guerra prácticamente continua desde hace siglos. En ese conflicto intermitente, se narra la historia de un personaje un tanto particular cuya vida ha estado muy marcada por ese pulso continuo entre ambos reinos. No diré mucho más de la trama, ya que es algo que quiero que el lector vea por si mismo.

Mi opinión es que es un libro que me ha gustado mucho. Es una obra de literatura fantástica "clásica" por la manera en que está escrita y llevada. La ambientación es la típica de este tipo de obras, basada en la Edad Media europea, concretamente, diría yo que la Baja Edad Media por el tipo de armamento y tácticas de guerra descritas. Hay diferencias entre el armamento de ambos reinos, de manera que se da idea de que uno de los bandos está ligeramente más atrasado en cuanto a armamento, pero posee mayor número de soldados, mientras que otro de los reinos en liza tiene un ejército más reducido pero que cuenta con más medios. El reino "atrasado" utiliza coseletes o equivalentes (armaduras de cuero endurecido y reforzado) y espadas pesadas. El más avanzado emplea cotas de malla y espadas un pelín más ligeras. Todo ello insinúa una adaptación de cada bando a las técnicas militares del rival, como es lógico en un conflicto interminable, como se nos presenta en la novela. Por cierto, el tratamiento de las batallas y las tácticas militares es muy bueno.

La ambientación recuerda ligeramente la de la fantasía épica anglosajona. Asimismo, el uso de las fórmulas de tratamiento, de las poblaciones que se nos describen, de las formas de gobierno, algunos personajes... nos hace pensar en un ambiente nórdico o centroeuropeo.

Ahora empiezo a hablar de las cosas novedosas. Me ha llamado especial atención la manera en que la autora utiliza la descripción. Cuando leía la manera en que describe físicamente a los personajes, me vino a la mente la descripción que hace Julio Verne de Philleas Fogg en La Vuelta al Mundo en 80 días. Son descripciones ordenadas y muy precisas, que hacen que sea muy sencillo hacerse una imagen de como son los personajes. Sin embargo, las descripciones que hace de diferentes parajes y paisajes de los países que aparecen en la trama están hechas de tal forma que evocan e insinúan mucho más de lo que cuentan. Eso me ha permitido, al leer, ir visualizando con bastante intensidad praderas, playas con acantilados o pueblos. Las descripciones son magníficas. Hay unas, en que se recuerda la infancia de un personaje, que con un par de líneas te hace retroceder a tu propia niñez.

Luego, encuentro cierta influencia del cómic o de la animación japonesa en algunos de los pasajes. A veces, ciertos lances me recordaban vivamente a Record of Lodoss War. Es un punto que me ha parecido interesante. También es poco frecuente que la historia sea autoconclusiva. Otro punto novedoso, en el que no me quiero extender para que sea el lector quien juzgue, es que el protagonista de la historia no es el típico protagonista de los libros fantásticos. Y que hay un personaje, no diré cual, al que se le acaba cogiendo mucho cariño. Como pista, las dos últimas páginas del libro las disfruté, y resultan ser un final redondo.

Otra cosa original es el tratamiento de la sexualidad. Para encontrar algo con un leve parecido, me tengo que referir a la trilogía de El Tapiz de Fionavar, de Guy Gabriel Kay, aunque el único nexo entre ambas es que la descripción de las relaciones sexuales es igual de explícita y elegante. Son muy pocos los libros de fantasía épica que se detienen a describir con un mínimo de detalle las relaciones sexuales consentidas. Haciendo memoria, otro que hace cosas similares es La Espada de Fuego, de Javier Negrete. La diferencia, que ya he observado en otras obras fantásticas de la nueva hornada de este género en español, es que todo es fácil y bonito. Casi todos los hombres, y algunas mujeres, acumulamos un historial de rechazos y humillaciones muy abultado. No hablo de relaciones que salen mal, sino de rechazos. Esto no aparece reflejado en Dos Coronas, mientras que en otras obras este tipo de cosas son difíciles, la chica no está por la labor al principio, el hombre (o sus nuevas parejas) sufren las iras de las "ex" o cosas de este estilo. En Dos Coronas, la única consecuencia negativa del sexo se debe a que un personaje se acuesta con la persona menos indicada posible.

Esto no es un fallo de Dos Coronas, me atrevería a pensar que es justo al contrario, un reflejo fiel del mundo real que no contradice lo que se lee en las obras de fantasía que he citado. Simplemente, se habla de cosas diferentes y desde ópticas distintas. Las chicas que se entregan con extraordinaria facilidad sólo lo hacen ante hombres carismáticos, apuestos y muy poderosos, como sucede en el mundo real en el que sólo los "triunfadores" (los más actractivos de entre los futbolistas, actores, poderosos...) se encuentran que son ellos los que se permiten el lujo de rechazar a pretendientes, cosa que una chica normal y corriente, en nuestra cultura, se permite hacer a diario. Esto no se ve muy frecuentemente en fantasía épica donde, habitualmente, las seducciones son muy difíciles. Por ejemplo, en El Tapiz de Fionavar, si bien acaba habiendo escenas de sexo muy bien contadas, el chico recibe malos modos, contestaciones airadas... Sucede que es un hombre seguro de si mismo, que sabe lo que hay que hacer. Y aún así, "paga" el haber seducido a una princesa recibiendo una puñalada en un brazo, de la propia mano de ésta. Luego acabará enamorada... en realidad lo estaba desde el principio pero su orgullo, y el hecho de que hubiera candidatos más acordes a su condición, le impedía reconocerlo. No os creais que esto que cuenta Guy Gabriel Kay es irreal. Es el pan de cada día para mucha gente, sólo que un poco exagerado con eso de la puñalada.

Resumiendo: Dos Coronas es un libro muy original, con unas descripciones mucho más precisas y llenas de sugerencias y evocaciones de lo habitual, con un protagonista un tanto fuera de molde y es un libro capaz de transmitir muchas emociones.

Altamente recomendable. Felicitaciones a su autora.

13 abril 2011

¡¡¡Ya soy doctor!!!

Hoy ha sido el gran evento que me ha tenido apartado algún tiempo de la bitácora y, sobre todo, de haber visitado otras bitácoras.

Pues eso, esta mañana defendí mi Tesis doctoral y la cosa me salió bordada. Ni en mis mejores previsiones me esperaba que me saliera tan bien la cosa. Es cierto que me lo preparé a conciencia, pero no iba yo muy seguro de que fuese todo tan bien. Esperaba aprobar, o sacar buena nota, pero no estaba muy seguro de que me fueran a calificar con el sobresaliente "cum laude" (más no te pueden dar), o que me felicitara el tribunal por la exposición tan clara que había realizado y luego, por el aplomo que había mostrado en la parte de las preguntas (que me daba un miedo terrible). Sigo en una nube... Y eso que, hasta anoche, aún me costaba trabajo aprenderme dos de las cincuenta transparencias que tenía que explicar. Pero hoy me ha salido la exposición del todo fluida. Sólo un pequeño fallito, que dije erróneamente "nube electrónica", cuando debía haber dicho "nube iónica". Me corregí, pero el fallito queda ahí como anécdota. Bueno, y también que dije "difusión" cuando tocaba "migración", pero por lo demás...

Este ya es el título académico máximo. Ya no me pueden enseñar más sobre física, y el resto de lo que aprenda tendré que hacerlo por mi cuenta. O crear yo mismo los modelos o nuevos conocimientos, que para eso me faculta el grado de doctor. Dado que soy físico puramente vocacional, este es el momento más importante, más grande que he vivido. Mi mayor éxito y el más querido.

Mañana sin falta iré a pagar las tasas de la solicitud del título... ¡Con qué gusto lo voy a hacer!

06 abril 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XIV

Don Gabriel fue el primero en darse la vuelta y volver a la mesa. Cuando Christine hizo lo propio, comprobó que su anfitrión la miraba con atención y se sintió ligeramente incómoda. Entonces, le dijo:

—Bien. Esa ropa que llevas me parece perfecta para correr a campo traviesa… ¿Me podrías enseñar tu espada, amiga Christine?

Christine se acercó y se quitó el cinturón completo, antes de tenderle el arma a don Gabriel en posición horizontal. Este la desenvainó con delicadeza y estuvo contemplándola unos momentos. Comprobó su equilibrio, la calidad del acero, y terminó por volverla a envainar y tendérsela de forma parecida. A continuación, mientras se volvía a ceñir el cinto, como ya se esperaba, le dio su opinión:

—Considerando que, por lo que sé, eres diestra aficionada tienes muy buen acero. Pero, ¿no tienes daga de vela?

—No, don Gabriel. Mi maestro me comentaba que era aconsejable, pero no estuve el tiempo suficiente como para que me enseñara su manejo. Cuando entreno me pongo guantes y utilizo la manotada, en la que sí me instruyó.

—Muy mal, amiga Christine. No siempre es aconsejable usar armas dobles, pero deberían habértelo enseñado.

Mientras decía esto, cogió la única daga de vela que había sobre la mesa y se la dio, añadiendo:

—Quédate con esta, en agradecimiento a todo lo que has hecho y estás haciendo por Adriana.

Estuvo un rato mirando la belleza del arma que le había entregado su anfitrión. La empuñadura y el acero que guarnecía la mano estaban adornados con un gusto exquisito. Le agradeció de corazón aquel obsequio y se la colgó en el cinto.

Don Gabriel, a continuación, la dejó sola unos instantes, tras los que regresó portando un fardo de cierto tamaño, del que sobresalían un arco y una aljaba, y una lámpara pequeña, que encendió utilizando una de las velas de uno de los candelabros. A continuación, fue apagando las velas, y Christine reparó en una cosa.

—Don Gabriel, ¿nos vamos ya?

—Sí, ya que quedarán menos de dos horas para el alba. Vamos a reunirnos con el resto y, entretanto, te daré las últimas instrucciones.

Con humildad, Christine dijo

—Antes de eso, quisiera pedirle un favor. ¿No tendrá vuestra merced un poco de papel para que pueda dejarle una nota a mi madre?

Su anfitrión asintió y le trajo una hoja, una pluma y un tintero. Christine se lo agradeció, y con muchísimo cuidado comenzó a escribir. Le resultaba una tarea muy lenta, ya que se le daban muy mal las letras. Además, le daba miedo que le goteara la tinta y se estropeara la hoja. Sólo consiguió escribir, letra a letra, la palabra “Querida”; mientras volvía a mojar de tinta la pluma para empezar a escribir “madre”, don Gabriel le dijo:

—Será mejor, amiga Christine, que me dictes lo que quieres escribir. Lo haré mucho más rápido y, en verdad, el tiempo comienza a apremiar.

Christine aceptó aliviada. Le cedió el sitio a su anfitrión y empezó a dictarle unas líneas en las que le comunicaba a su madre que tendría que ausentarse durante unos días de Imessuzu, pero que estaría bien, y que si no podía volver antes de transcurridos cinco días, le enviaría una carta para que no se preocupara. Don Gabriel escribía muy bien, muy rápido, consiguiendo que las letras de cada palabra quedaran juntas y enlazadas. Tenía una caligrafía similar a la de Adriana, que escribía con la misma facilidad que su padre, aunque a su amiga le salían unas letras más bonitas.

Terminaron muy rápido y, a continuación, don Gabriel fue apagando el resto de las velas hasta que sólo quedó la luz mortecina de la lámpara. Y salieron.

Se encaminaron por una ruta indirecta hacia la casa de su madre. Christine iba algo nerviosa y distraída, pero notaba que don Gabriel iba pendiente de toda esquina y ventana. Deslizó la carta por debajo de la puerta de su casa y tomaron una ruta un tanto retorcida por el pueblo. Durante todo este tiempo, le estuvo dando instrucciones precisas. Le dijo que una vez libre Adriana, se fueran por el camino hacia Vussinumoput, evitando en lo posible acercarse a la aldea de Memieme, que seguía perteneciendo a Imessuzu, y que se escondieran cerca de Imquopossu, población muy cercana pero que pertenecía a un corregimiento y tenía un fuero diferente. Le pidió que fueran discretas y que, pasados tres días, si le era posible, mandaría a alguien de confianza por la mañana, que vigilaran el camino. Le dio bastantes instrucciones más y después, continuaron en silencio. Acabaron por llegar a una parte muy solitaria de las murallas, y se sorprendió cuando se dio cuenta de que había dos personas muy quietas y ocultas, que sólo vio cuando don Gabriel las saludó con un susurro.

Y cuando la lámpara, que cubría don Gabriel con el cuerpo, iluminó los rostros de los dos milicianos, Christine se llevó una sorpresa muy desagradable. Reconoció de inmediato a uno de los tres canallas que las habían atormentado aquella misma tarde. La mirada tímida y culpable que le dedicó la enfureció. Aunque se limitó a susurrar “¡Tú!”, se le echó encima con tal decisión que el miliciano se retiró un paso hasta encogerse en la pared y don Gabriel, ayudado del otro muchacho, la detuvo mientras le decía, sorprendido:

—Christine, calma, ¿qué te pasa?

Ella repuso con una levísima alteración en la voz:

—Es uno de ellos, don Gabriel. Es uno de los que querían maltratar a Adriana.

Don Gabriel respondió que ya lo sabía, que se tranquilizara, que se podía confiar en él. Aunque Christine no empujaba, se mantenía en tensión, y clavaba sus ojos en él de una forma que, al parecer, obligaba a los dos hombres que la sujetaban a no soltarla. Al final, el miliciano, en voz queda, suplicó:

—Sí, es cierto. Le confieso a vuestra merced que pienso que lo que hizo Adriana estuvo muy mal, que habría que castigarla, pero quemarla por eso es una burrada. Hablé muy mal de ella ante don Guzmán, exageré, pero pensaba que la meterían en la cárcel, o la atarían al rollo unos días… Pero esto es horrible. No quiero que la maten por mi culpa… Créame vuestra merced, no voy a traicionarles.

Sostuvo su mirada unos instantes y, aunque no se fiaba, se relajó y la soltaron. Sólo entonces se dio cuenta de que estaban al lado de una poterna que don Gabriel abrió haciendo el menor ruido posible. Les agradeció a los tres todo lo que estaban haciendo y añadió:

—Recordad. No hagáis nada hasta que me oigáis gritar: ¡Parad esta locura! Cuando lo diga, tú, Christine deberás correr y liberar a mi hija, y vosotros dos ya sabéis lo que tenéis que hacer.

Sin más, salieron con el máximo sigilo y don Gabriel cerró la poterna tras ellos. No tuvieron problemas para alejarse de las murallas sin ser vistos, y tardaron muy poco en encontrar el camino hacia Cipemnêfile.

La luz de la luna en cuarto creciente les permitía ver lo justo, aunque fue suficiente para que les fuera bien fácil localizar la pira. A Christine se le encogió el corazón al ver el montón de leña que reposaba alrededor de una estaca alta. Nerviosos, sin apenas dirigirse la palabra, buscaron sitios donde esconderse y al localizarlos se hicieron señas para saber donde estaban, lo que sería útil en el caso de que alguna rata, o algo peor, les atacara. Christine había elegido un árbol muy grueso y un matorral denso a apenas veinte metros de la pira, orientada de manera que quedase por detrás de la ruta que tomarían los carceleros de Adriana para atarla al poste. Sus dos compañeros de conspiración se habían ocultado juntos al otro lado del camino.

El resto de la noche transcurrió tranquila. Christine tenía que esforzarse para mantener los nervios a raya. Sabía que su papel era crítico; si la descubrían antes de poder desatarla, todo estaría perdido. Aquella preocupación la traicionó, y creyó oír el ruido de alguna alimaña que se le acercaba cosa que, por fortuna, fue una falsa alarma.

Finalmente, a pesar de las pocas ganas que Christine tenía de que llegara aquel momento, empezó a clarear. Y, a lo lejos, por el camino hacia Cipemnêfile, pudo ver las luces inconfundibles de varias antorchas. Se le aceleró el pulso y se puso en tensión, pero permaneció inmóvil.

La comitiva se le fue acercando lentamente. Christine estaba situada en un terreno que describía un leve desnivel y, salvo tres árboles sueltos que le daban una cobertura adicional, el suelo estaba despejado. Sus dos compañeros de conspiración se habían ocultado entre los primeros árboles del bosque que crecía cerca del lado opuesto del camino hacia Cipemnêfile tras el que ella se escondía.

Al cabo de unos minutos interminables, el grupo estuvo lo bastante cerca como para que, a la luz de las antorchas, Christine pudiera reconocerles. Abrían la marcha don Guzmán y uno de los soldados, que caminaba a su derecha, y algo más alejado de ambos, a la derecha del soldado y un par de pasos más atrás, avanzada don Gabriel. Tres soldados más rodeaban a Adriana, dos agarrándola cada uno de un brazo y el tercero alumbrando el camino desde atrás. Por último, ligeramente rezagado, Sebastián portaba lo que parecía ser un fardo de leña pequeño.

Todos caminaban en completo silencio; sólo se oía ruido de pasos y los leves sonidos metálicos propios de hombres que portan coraza y otras armas. A una orden seca de don Guzmán, la comitiva se detuvo. Inmediatamente, con una tranquilidad que repugnaba a Christine, dijo:

—Quitadle los grilletes y atadla al poste.

A Christine le llamó la atención que cuatro soldados, cada uno de los cuales le sacaba la cabeza a su amiga, tuvieran que rodearla y agarrarla entre varios para, simplemente, liberarle las muñecas. Entonces, se llevó la primera sorpresa. Adriana, que había caminado con docilidad en todo instante, de pronto, se debatió y retorció y quiso acercarse a su padre. Apenas pudo avanzar dos pasos antes de que la sujetasen entre los cuatro. Cuando se vio atrapada, gritó, en un tono repleto de angustia y de miedo:

—¡Padre! No tenéis la culpa de nada… Os quiero muchísimo…

Christine no quiso fijarse en la expresión de don Gabriel; de todos modos, don Guzmán, en tono seco, ordenó que la ataran de una vez. Desde aquella distancia y con poca luz, no estaba segura de la expresión que tenía Adriana, pero sí que se llevaba las manos a los ojos. La subieron a la pira y le ataron, primero, las manos a la espalda tras el poste, y luego, reforzaron las ataduras rodeándole la cintura y el pecho con nuevas sogas. Christine decidió que primero cortaría estas últimas y luego le liberaría las muñecas.

Los soldados bajaron y se situaron a los lados y detrás de don Guzmán. Iba a empezar a hablar cuando sonó la voz de Sebastián:

—Discúlpeme, señor alcalde, antes de seguir tengo que dejar este último fardo de leña.

Sin esperar permiso, avanzó y dejó el fardo cerca de don Gabriel. Mientras cogía unos cuantos troncos, menos de la mitad, y los distribuía por la pira, don Guzmán dijo:

—Es absurdo, ya había leña suficiente, pero acabad. Y rápido.

Sebastián fue soltando ramas aquí y allá, dejó unas pocas en el extremo opuesto de la pira y se entretuvo. Y gracias a la luz de su propia antorcha, Christine se dio cuenta de que miró unos instantes a Adriana, con tristeza. E incluso ella comprendió que lo hacía porque, consiguieran o no liberarla, Sebastián no la vería nunca más. No llegó a saber si su amiga le devolvió la mirada.

Cuando Sebastián, finalmente, se alejó y con disimulo se ponía detrás de uno de los soldados, sonó la voz de don Guzmán, que a aquellas alturas, a Christine sólo le inspiraba desprecio:

—A pesar de la gravedad de vuestros actos, aún estáis a tiempo de arrepentiros de todo. Si declaráis vuestro arrepentimiento, quizá Nuestro Señor Jutar tenga alguna misericordia. ¿Os arrepentís de vuestros tratos con los demonios?

Y, con la contestación de Adriana, Christine se llevó la mayor sorpresa de aquella noche. La respuesta de su amiga sonó dura, llena de odio:

—¿Arrepentirme? ¿De qué?

Calló unos instantes, y cuando Christine se dio cuenta de que se pintó el pánico en el rostro de los soldados, se temió lo peor. Adriana continuó en voz alta y deformada por una rabia que no le conocía:

—Seréis vosotros los que os arrepentiréis de esto… Que el trigo se os pudra en el campo, antes de que podáis cosecharlo. Que la lluvia y las tormentas echen a perder los cultivos. Que vuestras reses no den a luz más que retoños muertos—. Y concluyó con un grito pronunciado con todas sus fuerzas— ¡Os maldigo!

Christine se llevó una mano a la boca, para acallar un suspiro que, al final, no exhaló. Aunque no fuera dirigida a ella, aquella maldición le dio escalofríos. Su mejor amiga, la chica con la que se había criado y a la quería como a la hermana que no llegó a tener, era una bruja tan terrorífica como las que se describían en los cuentos de su madre.

El único que había mantenido una mínima compostura había sido don Guzmán, pero cuando uno de los soldados cayó al suelo dando gritos, perdió el control, y en un chillido histérico, ordenó:

—¡Quemadla! ¡Quemadla ya! ¡Ya!

Pero los soldados se hallaban en un estado de confusión tal que sólo su entrenamiento les libraba de salir huyendo. Uno de ellos no sabía si atender a su compañero caído o seguir firme. Otro había desenvainado. Don Guzmán agarró a uno de ellos y consiguió hacerlo avanzar hacia Adriana casi empujándole.

Y, al fin, se precipitó todo. A toda prisa, don Gabriel avanzó hacia la pira, revolvió los troncos que había dejado encima Sebastián y sacó una espada y una daga que éste había dejado ocultas debajo de la leña. Por supuesto, don Guzmán no habría permitido que don Gabriel, un tirador consumado, fuese armado a la ejecución, de ahí que hubieran tenido que usar aquella treta. Con la rapidez propia de los que saben esgrima, aplicó la punta de su ropera al cuello del soldado que iba a quemar a Adriana, y gritó:

—¡Parad esta locura!

Lo último que vio Christine antes de desenvainar la daga, cubrirse bien la cabeza y el rostro, y echarse a correr fue cómo Sebastián le ponía un cuchillo a otro soldado en el cuello y le alejaba un poco de allí, y cómo salían de su escondrijo los dos milicianos, apuntando a don Guzmán y al otro soldado con ballestas. Consiguió llegar rápido junto a su amiga y empezó a cortar las cuerdas mientras le susurraba:

—Adriana, soy yo, Christine. No te muevas.

Su amiga se limitó a susurrar su nombre, sorprendida. La operación de cortar las cuerdas fue más complicada de lo que se había esperado. Consiguió terminar con rapidez con las cuerdas que la sujetaban por la cintura y el pecho, pero eran muchas, y cuando llegó a las muñecas, por miedo a herir a Adriana, se puso nerviosa y se angustió porque no conseguía cortarlas al poner demasiado cuidado en no producirle arañazos a su amiga. Entretanto, oyó que don Guzmán, que había desenvainado, decía:

—Don Gabriel, esto que estáis haciendo es muy grave. Es resistencia a la autoridad, es traición. Deponed vuestra espada y aún habrá una oportunidad de que vuestra condena sea leve.

Al menos, pensó Christine, estaban todos tan centrados en la amenaza que suponían don Gabriel en actitud de combatir y los dos ballesteros, que a ellas dos no parecían hacerles caso. Se le heló la sangre en las venas cuando se dio cuenta de que el único soldado que permanecía en pie y libre, miró fugazmente hacia donde estaban y Christine juraría que la había visto. Por fortuna, apuntado por una ballesta y siendo consciente, quizá, de que arriesgaba la vida del compañero al que don Gabriel tenía inmovilizado si intentaba impedir la liberación de Adriana, se quedó quieto, protegiendo a don Guzmán.

Christine agradeció que don Gabriel respondiera, dándole más tiempo, lo que quizá fuera su intención:

—¿Traición? ¿Es traición rebelarse contra la injusticia? ¿Es traición querer salvar a un ser querido de una condena desproporcionada e injusta? Vuestra señoría ha llegado demasiado lejos en su odio y traicionaría al Rey, a mi cargo y a mi honor si dejara que esta locura llegara a su término.

Finalmente, Christine, que había decidido pararse, respirar hondo e intentarlo por otro sitio, pudo hacer un par de cortes más certeros, y liberó las manos de su amiga con una facilidad que le pareció sorprendente. De un tirón, la bajó de la pira y agarrándola de un brazo la quiso obligar a que corriera, pero ella se resistió:

—Espera… mi padre… no podemos…

Repuso con susurros muy rápidos:

—Todo esto lo ha urdido él. Si nos quedamos, le estorbaremos. Me ordenó que corriéramos.

Adriana pareció recapacitar y las dos salieron corriendo. Christine supo que don Guzmán había dicho algo, pero no lo oyó. Sin embargo, sí que fue consciente de que don Gabriel decía.

—No, don Guzmán, esto no tiene que ver con sus obligaciones, sino que es mero odio hacia mí y hacia mi hija. Zanjemos esto como gente de honor. ¡Le desafío a batirnos en duelo!

Habían parado un instante para recoger el fardo donde llevaban sus cosas, así que su amiga volvió a negarse a continuar y mascullando algo con angustia quiso deshacer el camino, pero Christine no la dejó, por muy bien que comprendiera la actitud de Adriana. Si se quedaban, si no aprovechaban todo el tiempo que don Gabriel estaba ganando para ellas, todo aquel sacrificio sería en vano.

A fuerza de tirones y de razonamientos, consiguió que corriera y, pronto, lo hicieron con ganas, ascendiendo hacia el monte. Entre la carrera, la distancia y su propia respiración, ya no pudieron oír la respuesta de don Guzmán, pero Christine habría asegurado que se oían ruidos de lucha, cada vez más lejos.